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Afortunadamente llegó el aviso de que la comida estaba dispuesta. Fuimos al comedor, y
en tanto que yo me esforzaba por decir una y otra vez, o por preguntar cosas
indiferentes, iba comiendo más de lo que tenía por costumbre y me sentía más
deplorable por momentos. ¡Dios mío! -pensaba-. ¿Por qué nos atormentamos de este
modo? Me daba cuenta perfectamente de que mis anfitriones tampoco se sentían bien y
de que su animación les costaba trabajo, ya porque yo produjera un efecto tan
deplorable, ya porque hubiera acaso algún disgusto en la casa. Me preguntaron una
multitud de cosas, a las cuales no se podía dar una respuesta sincera; pronto me hallé
envuelto en una porción de verdaderos embustes y a cada palabra tenía que luchar con
una sensación de asco. Por último, y para variar de rumbo, empecé a referir el entierro
cuyo espectador había sido. Pero no lograba encontrar el tono, mis incursiones por el
campo del humorismo producían un efecto desconcertante, cada vez nos íbamos
apartando más; dentro de mí el lobo estepario se reía a mandíbula batiente, y a los
postres estábamos todos, los tres, bien silenciosos.
Volvimos a aquella primera habitación para tomar café y licor, quizás esto viniera un
poco en nuestro auxilio. Pero entonces me fijé de nuevo en el príncipe de los poetas,
aunque había sido colocado a un lado sobre una cómoda. No podía desentenderme de él,
y, no sin oír dentro de mí voces que me anunciaban el peligro, volví a tomarlo en la
mano y empecé a habérmelas con él. Yo estaba como poseído del sentimiento de que la
situación era insoportable, de que ahora había de lograr entusiasmar a mis huéspedes,
arrebatarlos y templarlos a mi tono, o por el contrario, provocar de una vez la explosión.
-Es de suponer -dije- que Goethe en la realidad no haya tenido este aspecto. Esta
vanidad y esta noble actitud, esta majestad lanzando amables miradas a los distinguidos
circunstantes y bajo la máscara varonil de este mundo, de la más encantadora
sentimentalidad. Mucho se puede tener ciertamente contra él, también yo tengo a veces
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El lobo estepario
Hermann Hesse
muchas cosas contra el viejo lleno de suficiencia, pero representarlo así, no, eso es ya
demasiado.
La señora de la casa acabó de servir el café con una cara de profundo sufrimiento,
luego salió precipitadamente de la habitación, y su marido me confesó medio turbado,
medio lleno de censura, que este retrato de Goethe pertenecía a su mujer, la cual sentía
por él una predilección especial. «Y aunque objetivamente estuviera usted en lo cierto,
lo que yo, por lo demás, pongo en tela de juicio, no tiene usted derecho a expresarse
tan crudamente.»
-Tiene usted razón en esto -concedí-. Por desgracia, es una costumbre, un vicio en mí
decidirme siempre por la expresión más cruda posible. Lo que por otra parte hacía
también Goethe en sus buenos momentos. Es verdad que este melifluo y almibarado
Goethe de salón no hubiese empleado nunca una expresión cruda, franca, inmediata.
Pido a usted y a su señora mil perdones, tenga la bondad de decirle que soy
esquizofrénico. Y, al propio tiempo, pido permiso para despedirme.
El caballero, lleno de azoramiento, no dejó de oponer algunas objeciones; volvió otra
vez a decir, qué hermosos y llenos de estímulo habían sido en otro tiempo nuestros
diálogos, más aún, que mis hipótesis acerca de Mitra y de Krichna le habían hecho
profunda impresión, y que también hoy esperaba otra vez..., etc. Le di las gracias y le
dije que estas eran palabras muy amables, pero que desgraciadamente mi interés por
Krichna, lo mismo que mi complacencia en diálogos científicos habían desaparecido por
completo y definitivamente, que hoy le había mentido una porción de veces, por
ejemplo, que no llevaba en la ciudad algunos días, sino muchos meses, pero que hacía
una vida para mí solo y que no estaba ya en condiciones de visitar casas distinguidas,
porque en primer lugar siempre estoy de muy mal humor y atacado de gota, y en
segundo término, borracho la mayor parte de las veces. Además, para dejar las cosas en
su punto y por lo menos no quedar como un embustero, tenía que confesar al estimado
señor que me había ofendido muy gravemente. Él había hecho suya la posición estúpida
y obstinada digna de un militar sin ocupación, pero no de hombre de ciencia, en que se
colocaba un periódico reaccionario con respecto a las opiniones de Haller. Que este
«mozo» y socio sin patria Haller era yo mismo, y mejor le iría a nuestro país y al mundo,
si al menos los contados hombres capaces de pensar se declararan partidarios de la [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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