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redondeado, los labios salientes. ¡Ésta sí que sabía valsear! Continuaron mucho tiempo y
cansaron a todos los demás.
Aún siguieron hablando algunos minutos, y, después de darse las buenas noches o más
bien los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse.
Carlos arrastraba los pies cogiéndose al pasamanos, las rodillas se le metian en el
cuerpo. Habia pasado cinco horas seguidas, de pie delante de las mesas, viendo jugar al
whist(3) sin entender nada. Por eso dejó escapar suspiros de satisfacción cuando se quitó
las botas.
3. Juego de cartas extendido en Francia en el siglo XIX, antecedence del bridge.
Emma se puso un chal sobre los hombros, abrió la ventana y apoyó los codos en el
antepecho.
La noche estaba oscura. Caían unas gotas de lluvia. Ella aspiró el viento húmedo que le
refrescaba los párpados. La música del baile zumbaba todavía en su oido, y hacía
esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo
que pronto tendría que abandonar.
Empezó a amanecer. Emma miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando
adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera
querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas.
Pero temblaba de frío. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas, contra Carlos, que
dormía.
Hubo mucha gente en el desayuno. Duró diez minutos; no se sirvió ningún licor, lo cual
extrañó al médico. Después, la señorita d'Andervilliers recogió los trozos de bollo en una
cestilla para llevárselos a los cisnes del estanque y se fueron a pasear al invernadero,
caliente, donde unas plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo
unos jarrones colgados, que, semejantes a nidos de serpientes, rebosantes, dejaban caer de
su borde largos cordones verdes entrelazados.
El invernadero de naranjos, que se encontraba al fondo, conducía por un espacio
cubierto hasta las dependencias del castillo. El marqués, para entretener a la joven, la
llevó a ver las caballerizas. Por encima de los pesebres, en forma de canasta, unas placas
de porcelana tenian grabado en negro el nombre de los caballos. Cada animal se agitaba
en su compartimento cuando se pasaba cerca de él chasqueando la lengua. El suelo del
guadarnés brillaba a la vista como el de un salón. Los arreos de coche estaban colocados
en el medio sobre dos columnas giratorias, y los bocados, los látigos, los estribos, las
barbadas, alineadas a todo to largo de la pared.
Carlos, entretanto, fue a pedir a un criado que le enganchara su coche. Se lo llevaron
delante de la escalinata, y una vez en él todos los paquetes, los esposos Bovary hicieron
sus cumplidos al marqués y a la marquesa y salieron para Tostes.
Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, situado en la punta de la banqueta,
conducía con los dos brazos separados, y el pequeño caballo trotaba levantando las dos
patas del mismo lado entre los varales que estaban demasiado separados para él. Las
riendas flojas batían sobre su grupa empapándose de sudor, y la caja atada detrás del
coche golpeaba acompasadamente la carrocería.
Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos hombres a
caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se
volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de cabezas que bajaban y
subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.
Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una cuerda la correa de
la retranca que se había roto.
Pero Carlos, echando una última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su
caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio
como la portezuela de una carroza.
-Hasta hay dos cigarros dentro -dijo-; serán para esta noche, después de cenar.
-¿Así que tú fumas? -le preguntó ella.
-A veces, cuando hay ocasión.
Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó. Anastasia
contestó insolentemente.
-¡Márchese! -dijo Emma-. Esto es una burla, queda despedida.
De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas. Carlos, sentado
frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:
-¡Qué bien se está en casa!
Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro tiempo le
había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su viudedad.
Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.
-¿La has despedido de veras?
-Sí. ¿Quién me lo impide? -contestó Ernma.
Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación.
Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada minuto,
echándose atrás a cada bocanada.
-Te va a hacer daño -le dijo ella desdeñosamente.
Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría. Emma, cogiendo la
petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario.
¡Qué largo se hizo el día siguiente!
Emma se paseó por su huertecillo, yendo y viniendo por los mismos paseos, parándose
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