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lleros, molidos, cubiertos de polvo, como el aprisco
recibe las ovejas. Algunos zaporogos querían per-
seguirles hasta dentro de la ciudad, pero Eustaquio
detuvo a los suyos diciéndoles:
-Aléjense, señores hermanos, aléjense de las
murallas, pues no es bueno acercarse a ellas.
El joven tenía razón, pues en aquel mismo ins-
tante resonó de lo alto de las murallas una descarga
general. El kochevoi se acercó para felicitar a Eusta-
quio.
-Ese ataman es aún muy joven, pero conduce a
sus huestes como un jefe encanecido en el mando.
El viejo Taras Bulba volvió la cabeza para ver
quién era el novel ataman, y vio a su hijo Eustaquio
a la cabeza del kouren de Oumane, con la gorra so-
bre la oreja, y la maza de ataman en la diestra.
-¡Miren el pícaro! -se dijo lleno de satisfacción.
Y dio las gracias a todos los cosacos de Ou-
mane por el honor dispensado a su hijo.
Los cosacos volvieron grupas hasta su labor;
los polacos aparecieron de nuevo sobre el pa-
rapeto, pero esta vez sus ricos joupans estaban ro-
tos, manchados de sangre y de polvo.
-¡Hola! ¿Se han curado ya las heridas? -
gritáronles los zaporogos.
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-¡Esperen! ¡Esperen! -respondió desde lo alto
el coronel gordo agitando una cuerda con sus ma-
nos.
Y durante algún tiempo, los dos bandos diri-
gíanse injurias y amenazas.
Por fin se separaron. Los unos se retiraron a
descansar de las fatigas del combate, y los otros
fueron a ponerse tierra en sus heridas haciendo
vendajes de los ricos vestidos que habían quitado a
los muertos. Los que habían conservado más fuer-
zas ocupáronse en reunir los cadáveres de sus ca-
maradas y tributarles los últimos honores. Con sus
espadas y sus lanzas abrieron zanjas, de las que ex-
traían la tierra en los paños de sus vestidos, y en
ellas depositaron cuidadosamente los cuerpos de
los cosacos, cubriéndolos de tierra fresca para li-
brarlos de la voracidad de las aves carnívoras. Los
cadáveres de los polacos fueron atados de diez en
diez a la cola de los caballos, que los zaporogos
lanzaron hacia la llanura, ahuyentándolos a latiga-
zos. Los caballos, furiosos, corrieron veloces por
largo tiempo a través de los campos, arrastrando
los cadáveres ensangrentados que rodaban y cho-
caban en el polvo.
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Llegada la noche, todos los koureni se sentaron
formando círculo y empezaron a hablar de los al-
tos hechos del día. Así estuvieron largo tiempo en
vela. El viejo Taras se acostó más tarde que los
otros; no comprendía por qué Andrés no se había
presentado entre los combatientes. ¿Había tenido
Judas vergüenza de batirse contra sus hermanos?
¿O bien el judío le había engañado, y Andrés era
prisionero? Pero Taras se acordó que el corazón
de Andrés había sido siempre accesible a las se-
ducciones de las mujeres, y en su desesperación
maldijo a la polaca que perdiera a su hijo, jurando
que se vengaría; juramento que hubiera cumplido
sin que la hermosura de esa mujer le hubiese con-
movido; hubiérala arrastrado por sus abundosos
cabellos a través del campamento de los cosacos;
hubiera magullado y manchado sus bellas espaldas
de nítida blancura, y hubiera hecho trizas su her-
moso cuerpo. Pero el mismo Bulba ignoraba lo
que Dios le preparaba para el día siguiente... Con-
cluyó por dormirse, mientras que el centinela vigi-
lante y sobrio se mantuvo toda la noche junto al
fuego, mirando con atención a todos lados en las
tinieblas.
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VIII
El sol no había llegado aún a la mitad de su ca-
rrera en el cielo, cuando los zaporogos se re-
unieron en asamblea. De la setch había llegado la
terrible noticia de que los tártaros, durante la au-
sencia de los cosacos, la habían saqueado entera-
mente, habiendo desenterrado el tesoro que estos
guardaban misteriosamente; que habían sacrifica-
do o hecho prisioneros a cuantos quedaran allí, y
que, llevándose todos los rebaños y los caballos
padres, habían marchado en línea recta a Perekop.
Un solo cosaco, Máximo Golodoukha, se había
escapado en el camino de mano de los tártaros;
había dado de puñaladas al mirza, apoderádose de
su saco lleno de cequíes, y en un caballo tártaro y
vestidos tártaros, substrájose a las pesquisas con
una carrera de dos días y dos noches. El caballo
que montaba murió reventado; tomó otro y le cu-
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po la misma suerte, y en un tercero llegó por fin al
campamento de los zaporogos, habiendo sabido
por el camino que estaban sitiando a Doubno.
Sólo pudo noticiar la desgracia que había acaecido;
pero, ¿cómo había sucedido esta desgracia? Los
cosacos que quedaron en la setch, ¿se habían em-
borrachado tal vez, según costumbre de los zapo-
rogos, cayendo prisioneros durante su
embriaguez? ¿Cómo los tártaros habían descubier-
to el lugar en donde estaba enterrado el tesoro del
ejército? A nada de esto pudo contestar. El cosaco
estaba molido de cansancio; había llegado hincha-
do, quemado el rostro por el viento, y cayó al suelo
durmiéndose profundamente.
En semejante caso, era costumbre de los za-
porogos lanzarse en persecución de los ladrones y
procurar cortarles el paso, pues de otro modo los
prisioneros podían ser conducidos a los depósitos
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