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eran hipócritas necesariamente, y que la lujuria mal refrenada se
les escapaba a borbotones por donde podía y cuando podía. Don
Álvaro, que sabía presentarse como un personaje de novela
sentimental e idealista, cuando lo exigían las circunstancias, era
en lo que llamaba El Lábaro el santuario de la conciencia, un
cínico sistemático. En general envidiaba a los curas con quienes
confesaban sus queridas y los temía. Cuando él tenía mucha
influencia sobre una mujer, la prohibía confesarse. «Sabía muchas
cosas». En los momentos de pasión desenfrenada a que él
arrastraba a la hembra siempre que podía, para hacerla degradarse
y gozar él de veras con algo nuevo, obligaba a su víctima a
desnudar el alma en su presencia, y las aberraciones de los
sentidos se transmitían a la lengua, y brotaban entre caricias
absurdas y besos disparatados confesiones vergonzosas, secretos
de mujer que Mesía saboreaba y apuntaba en la memoria. Como
un mal clérigo, que abusa del confesonario, sabía don Álvaro
flaquezas cómicas o asquerosas de muchos maridos, de muchos
amantes, sus antecesores, y en el número de aquellas crónicas
escandalosas entraban, como parte muy importante del caudal de
obscenidades, las pretensiones lúbricas de los solicitantes, sus
extravíos, dignos de lástima unas veces, repugnantes, odiosos las
más. Orgulloso de aquella ciencia, Mesía generalizaba y creía
estar en lo firme, y apoyarse en «hechos repetidos hasta lo
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La Regenta
infinito» al asegurar que la mujer busca en el clérigo el placer
secreto y la voluptuosidad espiritual de la tentación, mientras el
clérigo abusa, sin excepciones, de las ventajas que le ofrece una
institución «cuyo carácter sagrado don Álvaro no discutía...»
delante de gente, pero que negaba en sus soledades de materialista
en octavo francés, de materialista a lo commis-voyageur.
No pensaba, Dios le librase, que el Magistral buscara en su
nueva hija de penitencia la satisfacción de groseros y vulgares
apetitos; ni él se atrevería a tanto, ni con dama como aquélla era
posible intentar semejantes atropellos..., pero «por lo fino, por lo
fino» -repetía pensándolo- es lo más probable que pretenda
seducir a esta hermosa mujer, desocupada, en la flor de la edad y
sin amar. «Sí, este cura quiere hacer lo mismo que yo, sólo que
por otro sistema y con los recursos que le facilita su estado y su
oficio de confesor... ¡Oh!, debía acudir antes para impedirlo, pero
ahora no puedo, aún no tengo autoridad para tanto». Estas y otras
reflexiones análogas pusieron a Mesía de mal humor y airado
contra el Magistral, cuya influencia en Vetusta, especialmente
sobre el sexo débil y devoto, le molestaba mucho tiempo hacía.
-¿De modo que esta tarde ya no puede ser? -decía Ana con
humilde voz, suave, temblorosa.
-No, señora -respondió el Magistral, con el timbre de un céfiro
entre flores-; lo principal es cumplir la voluntad de don Víctor, y
hasta adelantarse a ella cuando se pueda. Esta tarde, alegría y
nada más que alegría. Mañana temprano...
-Pero usted se va a molestar..., usted no tiene costumbre de ir a
la Catedral a esa hora...
-No importa, iré mañana, es un deber..., y es para mí una
satisfacción poder servir a usted, amiga mía...
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Leopoldo Alas, «Clarín»
No era en estas palabras, de una galantería vulgar, donde
estaba la dulzura inefable que encontraba Ana en lo que oía: era
en la voz, en los movimientos, en un olor de incienso espiritual
que parecía entrar hasta el alma.
Quedaron en que a la mañana siguiente, muy temprano, don
Fermín esperaría en su capilla a la Regenta para reconciliar.
-Y mientras tanto, no pensar en cosas serias; divertirse,
alborotar, como manda el señor Quintanar, que además de tener
derecho para mandarlo, pide muy cuerdamente. Es muy posible
que sus... tristezas de usted, esas inquietudes... -el Magistral se
puso levemente sonrosado, y le tembló algo la voz, porque estaba
aludiendo a las confidencias de la tarde anterior-, esas angustias
de que usted se queja y se acusa tengan mucho de nerviosas y
también puedan curarse, en la parte que al mal físico corresponde,
con esa nueva vida que le aconsejan y le exigen. Sí, señora, ¿por
qué no? Oh, hija mía, cuando nos conozcamos mejor, cuando
usted sepa cómo pienso yo en materia de placeres mundanos... -
eran sus frases- los placeres del mundo pueden ser, para un alma
firme y bien alimentada, pasatiempo inocente, hasta soso,
insignificante; distracción útil, que se aprovecha como una
medicina insípida, pero eficaz...
Ana comprendía perfectamente. «Quería decir el Magistral que
cuando ella gozase las delicias de la virtud, las diversiones con
que podía solazarse el cuerpo le parecerían juegos pueriles,
vulgares, sin gracia, buenos sólo porque la distraían y daban [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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